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Comunicado del Rector

Abril, 2024

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Uno de los signos evidentes de madurez de espíritu es el trascendental paso del yo al nosotros, es decir el atemperamiento del egoísmo originario en aras del bien de todos. José Vasconcelos, creador de la Secretaría de Educación Pública, reconocía que en el país adeudábamos un monumento: a las maestras de prescolar, quienes deben lidiar en primera instancia con el egocentrismo de la infancia y quitar esa visión de reinitas y reyecitos que llevan de sus casas a la escuela; se llama socialización.

 
Ciudad de México a 1 de abril de 2024

Estimada comunidad IEE:

Uno de los signos evidentes de madurez de espíritu es el trascendental paso del yo al nosotros, es decir el atemperamiento del egoísmo originario en aras del bien de todos. José Vasconcelos, creador de la Secretaría de Educación Pública, reconocía que en el país adeudábamos un monumento: a las maestras de prescolar, quienes deben lidiar en primera instancia con el egocentrismo de la infancia y quitar esa visión de reinitas y reyecitos que llevan de sus casas a la escuela; se llama socialización.

Ya adultos el proceso lo debiera continuar la política, que Aristóteles definió como ‘el arte del bien común’. No es pues la suma de los bienes individuales, sino uno general al que todos debemos sacrificar los propios; la palabra ‘política’ proviene de las polis griegas y se refiere a encontrar el mejor sistema para gobernar un pueblo.

La enorme y fascinante figura de Santo Tomás de Aquino nos aclara que el llamado bien común no es otra cosa que el conjunto organizado de las condiciones sociales gracias a las cuales la persona puede cumplir su destino natural y espiritual. El gobierno que se encargue de esa tarea deberá contar con recursos, por eso, aclara Santo Tomás, es un deber moral que paguemos como ciudadanos un tributo, independientemente de que la ley lo señale.

Pero el planteamiento tomista pone condiciones indispensables para que sea justo y legítimo, a saber: que se determine por los representantes de la sociedad, que se grave más a los que tienen patrimonios más cuantiosos, y la más importante: su ordenamiento al bien común; que lo recaudado se aplique a las actividades necesarias y útiles al mejoramiento moral, cívico y material de la población. Bajo la causa final aristotélico-tomista, únicamente en la medida en que los impuestos se apliquen a estos fines necesarios indiscutiblemente para el bien común, todos somos éticamente llamados a contribuir a esas cargas públicas.

La política siguió la dirección de Maquiavelo y se considera ahora el arte de conservar el poder al costo que sea, por ende, los impuestos pierden dos condiciones de legitimidad: (1) no se ordenan al bien común como es evidente, y (2) no los determinaron los diferentes actores sociales. Son coactivos y exigibles sólo porque están en ley, no porque mejoren nuestras condiciones de vida. Por ello el aquinate, personaje del siglo XIII, a quienes los modernos consideran anticuado y con planteamientos de un mundo ya superado, aparece no sólo más sólido y actual sino más necesario que nunca, justo cuando el pasado 7 de marzo se cumplieron 750 años de su fallecimiento: urge sustituir la política de partidos, de pasiones y de egoísmos, por la política de principios, de las grandes verdades del orden social que son el fundamento de la paz, del bienestar y de la dicha de los pueblos.

Cuando en el gobierno la regla es la concentración de gente de pequeña talla moral, de capacidades limitadas y de un manifiesto desinterés por la ciudadanía a la que dicen representar, no pueden garantizar el bien común: un principio de la lógica dice que nadie da lo que no tiene; un mejoramiento moral y cívico no vendrá de ellos.

Nos queda reclamar el bien común con la intensidad que nos exigen el pago de impuestos, ellos valiéndose incluso de medios fuera de la ley y de la ética más básica. Pero sobre todo no cambiar intelectuales de ideas atemporales como la justicia, la verdad y el bien común, por aquellos que se enfocan en temas cambiantes. Por ello el gran Santo y Doctor de la Iglesia seguirá vigente a despecho de los modernos: nos admira su impresionante profundidad y su facilidad al explicar; su método científico y su apasionada fe; su humildad y su grandeza; pero sobre todo la universalidad de su pensamiento que le permite defender el fondo de las cosas y no solo los medios: lo inmóvil y no lo corruptible; la verdad y no la opinión; el conocimiento inteligible y no el sensible; y en última instancia lo legítimo y no lo legal. Un clásico no pasa de moda, ante el envejecimiento de lo temporal brinda una inagotable juventud renovada

- Salvador Leaños -


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