Educar es canalizar la energía del individuo, es dirigir el móvil de la razón, que puede ser hacia la ambición que busca el poder, o hacia el amor que busca la verdad; es elevar a la persona al nivel de gestor de su vida, consciente de sí mismo, con el ejercicio soberano de sus recursos.
Ciudad de México a 3 de mayo de 2021
Estimada comunidad IEE:
Todavía con los ecos del Día del Niño, a quienes mucho festejamos, pero en quienes poco pensamos a futuro, enfrentamos el regreso presencial a clases que parece presentar polémicas muy serias: ¿debe seguir la educación virtual o ser presencial?, ¿o quizá un modelo híbrido?; ¿los grupos con 30 ó 50% de alumnos?; ¿con semáforo amarillo es suficiente para pensar en presencialidad o debemos esperar a estar en verde?
Esas preocupaciones son válidas, pero no atienden a la verdadera discusión que sobre la educación de los menores debemos plantear, y que genera preguntas que no vemos sobre la mesa: ¿debemos potenciar la visión crítica y disidente o de cohesión social?; ¿procurar personalidades innovadoras y creativas o que mantengan la identidad tradicional?; ¿enfocarnos en desarrollar sólo competidores en el mercado laboral o aspirar a una formación integral de la persona?, entre muchos otros dilemas, que no enfocan la forma o modo, sino el fondo o sentido de un proceso educativo.
El hombre no es un simple animal a quien hay que proteger de los contagios. Nuestra naturaleza humana presenta una doble estructura corporal y espiritual, que crea condiciones especiales para formar tanto la mente como el corazón, además del cuerpo, por lo que exige organizaciones físicas y espirituales que atiendan ese proceso que llamamos educación y al que necesitamos ver como una labor artesanal de pulir, de acuñar al sujeto, es decir, la estructuración de su personalidad.
¿Cuál es el ideal de ser humano, de ciudadano, de mexicano, que aspiramos a formar?, debe ser la pregunta principal y entonces enfocar todos los medios para cumplir ese monumental reto. Estructurar una forma de ser nacional debe comenzar invariablemente con la definición de un ideal de persona.
No se trata, pues, de subordinar la sabiduría al servicio del método, como parece ser en la actualidad, sino que el método correcto descubra esa sabiduría que entiende la existencia de un orden que no creamos ni fabricamos, sino que descubrimos y acatamos; cualquier reflexión debe ser sobre los fines de la educación, pues en ellos se construye el destino del hombre, el puesto que ocupa en la naturaleza y las relaciones entre los seres humanos.
En un México tan lastimado y dividido como lo vivimos hoy, donde la ley del tuerto se modifica y los ciegos no lo nombran rey, sino que lo matan porque se atreve a ver más, donde abundan los casos de niños huérfanos de padres vivos, donde la vulgaridad campea a sus anchas y hace ver mal a la grandeza, toma tintes de verdadero nacionalismo transformar a los niños en muchachos sanos y luego en hombres cultos que sepan pensar, hablar, pero sobre todo vivir.
Educar es canalizar la energía del individuo, es dirigir el móvil de la razón, que puede ser hacia la ambición que busca el poder, o hacia el amor que busca la verdad; es elevar a la persona al nivel de gestor de su vida, consciente de sí mismo, con el ejercicio soberano de sus recursos. Para ello, como aconsejó Platón, ni demasiada severidad, ni demasiada dulzura; se necesita un rigor con afecto visible, carecer de uno de ellos es ser un educador manco.
Imaginemos regalarles un sistema enfocado a la grandeza individual desde pequeños, formador de un modelo de mexicano estándar que viva: con la libertad de San Francisco, el honor y bravura de Juana de Arco, la grandeza de alma del Quijote de la Mancha, la serena sabiduría de Aristóteles, el misticismo de Teresa de Ávila, la enorme cultura e inteligencia de nuestro paisano Gómez Robledo; pero que sepa morir como Sócrates. Entonces habremos alcanzado el mejor sistema educativo para los niños y jóvenes de todos los tiempos y de todos los lugares, cuyo fruto es un hombre nuevo para que construya un nuevo mundo, y que atesora en él mismo la mayor grandeza que se puede alcanzar: un alma de oro en un cuerpo de hierro.