“Si la muerte no existiera, nuestra vida perdería el afán de llenarla de sentido, pero como nuestro tiempo es limitado, se hace ideal ser felices y trascender, ser mejores y dejar un legado valioso que nos permita seguir viviendo aun cuando ya no estemos físicamente, porque no hay peor cosa que el olvido…”
Ciudad de México a 2 de noviembre de 2020
Estimada comunidad IEE:
Iniciamos semana justo con la celebración del ‘Día de Muertos’, de tanto arraigo en nuestro país. Se dice que el mexicano tiene una manera peculiar de ver a la muerte desde diversos ángulos, así que aprovechando el festejo la analizaremos a partir de cuatro perspectivas contemporáneas y una adicional que es atemporal.
Desde la cultura: en esto somos ricos, tenemos festejos variados y asombrosos; desde los rituales de Pátzcuaro y Janitzio, Michoacán, hasta la exhumación y limpieza de los huesos de difuntos en Pomuch, Campeche, pasando por las visitas a cementerios que se convierten en días de campo para los dos mundos, así como los altares de muertos que les ofrecen de nuevo lo que en vida les gustó.
Desde el recuerdo: de manera subyacente al tema cultural, está el sentimental, pues para muchos es difícil traer el pasado al presente y volver a vivirlo, hay lágrimas, frases melancólicas, ecos de risas, de conversaciones y de sucesos que nos hacen sentir de nuevo la presencia de aquellos seres queridos con quienes el vínculo de cariño nos junta de nuevo en un momento especial.
Desde la curiosidad de los ritos fúnebres: que encierran todo un abanico de costumbres, llegando a lo singular como el Concurso Nacional de Plañideras que se lleva a cabo año con año en San Juan del Río, Querétaro. El término plañir es sinónimo de llorar, así que define a las mujeres pagadas que van a los entierros a llorarle a un difunto, a veces desconocido, y que en un tiempo se consideró un respetable oficio. El concurso evalúa, además de las dotes para llorar, ‘creatividad, vestuario, veracidad, actuación, así como expresión corporal’.
Desde la estadística: la más fría de las perspectivas y a la que nos vamos acostumbrando bajo un modo de insensibilidad. Así leemos en prensa que el 2020 es el año con más homicidios en la historia con más de 26,200 casos. También sabemos que nuestro país se acerca a los 100 mil fallecimientos por coronavirus, y contando. Y así podríamos mencionar las estadísticas de las muertes por accidentes, a causa de otras enfermedades, etc. Todo desde una perspectiva cuantitativa que jamás toma en cuenta el drama cualitativo de cada uno de esos casos.
Pero la perspectiva adicional, que es atemporal, es la propia ante la muerte. El estar conscientes de que algún día seremos nosotros, los que respiramos, a quienes recordarán. Entre los griegos ‘humano’ y ‘mortal’ eran sinónimos. Es entonces la muerte prevista la que, al hacernos mortales (es decir, humanos), nos convierte también en vivientes. Y aunque para muchos hablar de ello es un tema desagradable, lo cierto es que es justo la conciencia de la muerte la que convierte a la vida en un asunto muy serio para cada uno de nosotros. Dice Montaigne: ‘no morimos porque estemos enfermos sino porque estamos vivos’, y esa es una gran verdad.
La primera gran epopeya que conservamos es la de Gilgamesh, compuesta en Sumeria hacia el 2,700 a.C. donde el héroe se cree inmortal, pero entiende la finitud de la vida cuando se encuentra con Utnapishtim, una especie de Noé bíblico que sobrevivió a un diluvio y adquirió la inmortalidad; éste lo saca de la duda al verlo dormir, los inmortales nunca duermen, el sueño es una pequeña muerte. A partir de esa experiencia, Gilgamesh busca hacer obras que lo trasciendan una vez que muera.
La deuda con la muerte la paga cada uno con su propia vida, no con otra. Y nadie es tan joven que no pueda morir ni tan viejo que no pueda vivir un día más. Si la muerte no existiera, nuestra vida perdería el afán de llenarla de sentido, pero como nuestro tiempo es limitado, se hace ideal ser felices y trascender, ser mejores y dejar un legado valioso que nos permita seguir viviendo aun cuando ya no estemos físicamente, porque no hay peor cosa que el olvido; nada más triste que al poco tiempo de mi ausencia no ser recordado. Se trata, pues, de no sólo saber qué es morirse, sino qué significa morirme, por inquietante que sea.